Por la naturaleza fluida y cambiante de los conflictos líquidos, es muy difícil valorar sus impactos, sin embargo, son contundentes y de efectos devastadores en la realidad. Pienso que un ejemplo muy claro de guerra en pedazos, y que se puede entender como líquida, es la migración en masa como instrumento de desestabilización de los países. Hoy está presente en el planeta entero, confronta a civiles, compromete a las instituciones, genera polarización extrema, implica la desviación de recursos y pone en riesgo la soberanía de las naciones, además de ser un drama humano de profundas consecuencias.
Otra dimensión de las guerras líquidas es la información utilizada como arma para cambiar progresivamente las creencias y actitudes de la población. La exposición constante y sutil a mensajes y narrativas diseñados para influir en la percepción de la realidad logra que a medida que las personas son bombardeadas con información manipulada, adopten perspectivas que antes no tenían o tiendan radicalizar sus creencias existentes. En el pasado también me he referido a las guerras de la desmoralización como una subcategoría en la guerra cultural y que va directo a desarmar al individuo desde dentro, para paralizarlo y “robarle” así sus propias energías para defenderse de agresiones.
Ha habido alguna coincidencia entre ciertos analistas que la primera guerra de transición entre lo híbrido y lo líquido fue la declarada contra el terrorismo por George W. Bush, luego de los fatídicos ataques del 11 de septiembre de 2001. Se trató de un conflicto contra un enemigo invisible, ubicuo y fractalizado. Una guerra montada sobre la desinformación y que sacó ventaja de la naciente revolución digital, una guerra que se disolvió en 2021, 20 años después con la salida de las tropas norteamericanas de Afganistán, dejando atrás una región tan o más caótica de la que había conseguido.
Las guerras líquidas se pelean en un espectro amplísimo, que va desde las fronteras de las naciones hasta la psique del individuo. Ya no existe espacio de paz ni de tregua en estos nuevos conflictos, por tanto, la última barrera de protección frente a estas nuevas amenazas es nuestra propia conciencia. En tal sentido, he planteado que la seguridad cognitiva es precisamente ese campo crucial para la preservación de la paz, la libertad, la democracia y la cohesión social en esta Tercera Guerra. Se trata de un desafío sin precedentes, por lo que es necesario crear y desplegar una estrategia integral que eduque, promueva el pensamiento crítico, utilice tecnologías de protección, establezca políticas y promueva una cultura de responsabilidad. Solo a través de un abordaje holístico y colaborativo podremos enfrentar con éxito este reto de proteger en simultáneo, la mente, las fronteras físicas y la voluntad de los individuos en una sociedad, que no por tener más información se hace menos vulnerable.