Para esta civilización judeo-cristiana Dios vive entre nosotros para proveernos en las necesidades más imperantes y básicas, entre ellas, la seguridad y la tranquilidad de un mejor futuro y a la vez, como sostén resistente ante las adversidades del presente. Dios se convierte en garantía de certeza y verdad que nos da seguridad para vivir en un mundo plagado de amenazas e incertidumbre.
No me refiero aquí al Dios de los fanáticos que en su nombre destruyen y aterrorizan a países y pueblos enteros, inmolándose porque les espera el Edén de la felicidad eterna.
Se trata más bien del Dios cotidiano, ante quién nos sentimos responsables de ser buenos y obedientes de las leyes. De hecho, el respeto y la convivencia son las bases de los Mandamientos entregados por Él al pueblo judío para vivir en paz y libertad a su salida de Egipto.
Los Diez Mandamientos se centran precisamente en el respeto a la autoridad y al don sagrado de la vida, así como al establecimiento de control y límites obligatorios, dada la fragilidad en la voluntad del ser humano. Las leyes mosaicas son el pacto necesario que nos asocia como individuos y que nos hace trascender de un mero acuerdo entre los hombres, pues se ancla en las máximas reglas de Dios.
Es así, porque Dios se nos presenta como paradigma de la perfección y Padre omnipresente en la vida humana, y si bien, pudiera entenderse como un “gran policía” al que tememos porque nos vigila hasta en la más profunda intimidad de nuestros pensamientos, nos brinda la confianza de asumir sus leyes como nuestras para obedecerlas y diseminarlas en una fórmula de supervivencia y protección.
Para la religión de Jesús, sin embargo, el hombre en su imperfección es naturalmente bueno porque es imagen y semejanza del Padre y, por tanto, por convicción propia y sin coacción divina respetará a su prójimo facilitando la convivencia y el entendimiento.
Ya sea por temor o por convicción, Dios en el proceso civilizatorio es determinante en la siembra y desarrollo de valores para la vida y su influencia sigue estando presente hasta en naciones, cuyos modelos de gobierno se desvinculan abiertamente de la religión.
Clayton Christensen es profesor en la Escuela de Negocios de Harvard, pertenece a la iglesia de los mormones y es una de las autoridades mundiales más reconocidas en innovación y crecimiento empresarial. Recientemente, vi un video con el título Religión y policías. Allí, el Profesor Christensen narraba la historia sobre la respuesta que recibió de un colega chino cuando le preguntó si había aprendido algo sorprendente de su estadía en la ciudad de Boston (sede de la Universidad de Harvard). “no tenía idea de lo crítico que es la religión en el funcionamiento de la democracia. No es necesario tener policías detrás de cada ciudadano para que respeten las leyes porque deciden hacerlo voluntariamente”, comentó el chino. “asistimos a las iglesias para ser educados por personas que respetamos. Seguimos las reglas porque somos responsables a la sociedad y a Dios. Nuestras creencias nos brindan paz interior, si la religión pierde influencia sobre nuestras vidas, ¿qué les pasaría a las instituciones que enseñarán a nuevas generaciones? Si sacas a la religión no podrás contratar suficientes policías”. *
Puede resultar complicado apelar a Dios para construir seguridad. Pudiéramos vernos tentados a suponer que si no creemos en Él viviremos desamparados y abandonados a los vaivenes de las amenazas. En este sentido, mi entendimiento es limitado, sólo puedo pensar que los hombres en nuestra génesis llevamos a Dios, aunque dudemos de su existencia, por lo que venimos en esencia codificados para proteger lo que queremos o a lo que pertenecemos, de no ser así, abandonaríamos a nuestros hijos al nacer o a nuestros padres al hacerse ancianos y seniles.
Durante mi carrera en la seguridad me tocado afrontar durísimas realidades de la muy terrena y hasta inhumana inseguridad. En esos momentos me da mucha tranquilidad saber que Dios me acompaña en la construcción de certeza y tranquilidad.
* Este video me lo hizo llegar mi amigo y colega Samuel Yecutieli, a quién agradezco su acucioso interés sobre Dios y la convivencia y, de quién me he nutrido para escribir esta reflexión.