Narrativas líquidas y la disolución de la verdad

Nunca como hoy, eso que llaman Narrativa, había estado tan presente en el vocabulario de la gente. Ya no son sólo los políticos y los estrategas del marketing quienes blanden sus narrativas como espadas en un combate, el concepto se ha convertido, en sí mismo, en un espacio más del mundo líquido en el cual hoy ya se libran múltiples batallas.

La narrativa, en el contexto líquido, se refiere a un relato persuasivo que tiene como propósito contar una historia de manera conveniente a fines políticos, ideológicos, comerciales u otros. El objetivo es alinear seguidores, y hacerlos, de alguna manera, activistas de una causa.

Actualmente, la expansión acelerada de las comunicaciones y el acceso ilimitado a internet han facilitado tracción para las narrativas, que, en sus propias dinámicas, buscan instaurar visiones arregladas de la realidad a través de los grandes outlets de las redes sociales.

Pero, este poder líquido de las narrativas no es nuevo y su origen se remonta a la era de los grandes monopolios de medios de comunicación. Con la llegada de la TV por cable a principios de los 80, los canales de noticias 24 horas como CNN (1980), Fox (1996) y luego otros, descubrieron que para mantener la atención permanente de los espectadores debían convertir los eventos de la cotidianidad en historias que había que contar, encadenándolas unas a otras y construyendo así, una trama para conducir a la opinión pública según las conveniencias e intereses de la economía, la política o el poder.

El binomio, política – narrativa es connatural porque se pertenece una a la otra, lo que resulta de interés es que ahora, la dimensión narrativa es igualmente consustancial a las estrategias, ya sea para que líderes asciendan en las escalas del poder o para fabricar una marca con millones de fanáticos a través de Instagram.

Lo que resulta clave entender es que el espacio narrativo se ha entramado en el mundo de las posibilidades infinitas, lo que está haciendo que en las historias que se cuentan ya importa muy poco si pertenecen o no a la realidad, o si tan siquiera son veraces, lo que tiene valor es ser parte de una historia para lograr un fin, y es allí precisamente, donde las narrativas se hacen líquidas y, por tanto, riesgosas.

La narrativa es ahora la sangre que fluye por las redes. Lleva y trae todo en un flujo permanente que mantiene vivo al sistema. Con ella, y a través de ella, se puede intercambiar realidad y posibilidad como en un cuarto de espejos, donde, de tanto reflejarse una a otra, se disuelve lo real para reescribirse en lo alternativo, según la conveniencia y en alineación con los intereses del narrador.

Lo que una vez fue sólido e inamovible como la verdad, ahora es líquido e impredecible. En esta lógica, sólo podemos aspirar a aproximarnos tangencialmente a los contornos móviles de los hechos, pues ya no sabemos si son materializaciones de la realidad o constructos en la virtualidad.

La fusión de las narrativas con la aceleración de lo complejo ha transformado a la verdad en quantums de hechos, y qué, como en la física, sólo tienen un valor de probabilidad que se materialicen en la realidad. Una especie de Principio de Incertidumbre de Heisenberg de la historia, donde nunca hay certeza en simultáneo del plano en que se cuenta y de la forma en que ocurren los hechos.

Cada red social es un canal para contar algo. ¿Qué estás pensando? ¿Qué está pasando? ¿Qué estas haciendo? Esas son las preguntas que hacen las redes para motivar que los activistas cuenten sus historias, no importa cual, si es real, ficticia o a quien pertenece, lo que vale es estar allí, conectado al flujo narrativo, en el happening del timeline, donde la verdad se viraliza o se devalúa de acuerdo con los likes de la audiencia.

Aunque no lo parezca, las narrativas líquidas son uno de los desafíos más importantes que tiene hoy la seguridad. La capacidad que tienen esta forma de riesgo para disolver la verdad y la realidad coloca al orden público y a la justicia en aprietos. Si todo se relativiza, la ley se queda sin sus referencias, provocando que no exista la solidez necesaria para fundar sus indispensables raíces. Sin leyes, el sistema de justicia pierde sentido y la frontera entre la certeza ciudadana y la zona gris del delito se hará cada vez más difusa.

 

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