No existe recompensa más grande para un delincuente que la impunidad.
La impunidad es un bono que el Estado le entrega a los criminales para que cometan delitos. Cada delito sin responsables es un incentivo directo para seguir delinquiendo. Una manera de medir la impunidad es en la judicialización de los homicidios. Por cada muerte debería haber al menos un victimario condenado, pero la lógica aplica igual paro otros delitos menos ominosos.
Uno de los fines del Estado es minimizar de manera justa, y adaptada a los derechos humanos, la impunidad. Para ello existen las leyes y la justicia. Las sociedades que no castigan a los delincuentes se condenan a sí mismas a negar su estado de derecho y terminan siendo anómica y muy, pero muy violentas. Ahora imagínense cuando a los delincuentes no sólo se les otorga el bono de la impunidad, sino que además, se les da inmunidad. Esto es dotar al criminal con poder sobre la vida, las normas y los bienes de los ciudadanos. El delincuente impune e inmune se convierte en una especie de Supercriminal.
El supercriminal está por encima de todo y ejerce su poder en su propia ley, la que le dicta su instinto y sus intereses. El criminal poderoso es por naturaleza expansivo, es decir, tiende cada vez a ocupar más territorio y a desplazar la presencia del Estado, un tipo de absolutismo criminal que gobierna sobre el propio Estado.
Los supercriminales conciben el poder de forma binaria, esto es: o lo tienen ellos o lo tiene otro más poderoso a quién hay que arrebatárselo, de allí que en los espacios dominados por el crimen no habrá equilibrio hasta que el supercriminal tenga el poder para imponer su propia paz.
Por eso es que, las iniciativas como Zonas de Paz, Defund the police y otras parecidas son la negación del Estado y sus ciudadanos, y lo que hacen es facilitarle el modelo de impunidad – inmunidad al delincuente, y a partir de allí, imponer su paz criminal. Me he referido varias veces a la paz criminal, se trata de estado de tensión social en el cual el ciudadano no ejerce su libertad, pues no existe un estado de derecho que lo proteja, sino que el “orden” es impuesto por los supercriminales que toman el control de la justicia en sus manos, usualmente, a través de la violencia.
El gran problema con los supercriminales es que son irredimibles, lo que es igual a decir que es imposible que dejen de ser criminales o que lo sean en menor escala. Una vez que llegan allí, sólo les queda ejercer su paz criminal y que es incompatible con la paz de la ley y las instituciones.
Si en un país hay supercriminales es porque el Estado está desapareciendo, pero como el poder no deja espacios vacíos, es a través de una forma de orden a través del caos, que el delincuente se impone sobre el propio Estado (lo que queda de él) y así somete a la sociedad hasta dominarla.
Revertir todo esto es difícil, pero no imposible. La historia y la práctica lo que dice es que sólo a través de la restauración del orden de la ley se le puede ganar espacio a la paz criminal, y esa restauración requiere imponer con la fuerza que sea necesaria el estado de derecho. De todo esto se deriva que volver a la paz de las instituciones pasa necesariamente por el conflicto y el enfrentamiento, y en ocasiones no queda otra opción, ya que el modelo alterno es la sustentabilidad de un Estado a través de la ley del más fuerte.
Nuestro continente latinoamericano está muy familiarizado con los supercriminales, los hemos padecido por mucho tiempo y si bien, hemos logrado victorias en varios países, no hemos superado sus regímenes del crimen y el terror. Es una deuda de las democracias que aun no hemos saldado con los ciudadanos.