Hablar de riesgos es, de alguna manera, hablar de futuro, en tanto que la probabilidad de materialización de un incidente, si bien puede tener una base histórica, supone también un pronostico de lo que está por venir.
Esta suposición vinculada a “imaginar” escenarios de futuro es válida para riesgos conocidos y con los que estamos familiarizados, sin embargo, muchos de los riesgos que tendrán impactos significativos en el mediano o largo plazo, hoy ni siquiera existen o son intangibles, por lo que desarrollar acciones de mitigación resulta casi imposible.
Pero ¿Por qué resulta tan complicado poder pronosticar estos riesgos? La respuesta principal se encuentra en la imposibilidad que tenemos en comprender la acelerada complejidad en la vivimos. Simplemente, hemos dejado de entender cada vez más rápido el mundo que nos rodea.
A pesar de todo, existen claves para leer dentro de esa complejidad caracterizada por la incertidumbre, la contradicción y la perdida de linealidad en las relaciones de causa y efecto. Es, en definitiva, un mundo nuevo y extraño que por el sólo hecho de no reconocerlo ya determina una amenaza.
En primer término, debemos aceptar que la expansión acelerada de la tecnología ha sido un componente de orden fundamental en la creación de esta especie de vacío o brecha entre el mundo globalizado y nuestra capacidad de comprender la realidad que hemos creado.
Este vacío dejado por la aceleración de la complejidad es a su vez, el terreno de acción de una nueva dinámica en la que lo único constante es el cambio. La realidad, por tanto, ya no es un estado estático e invariable, sino que se presenta como un fluido en tránsito en el que nada se mantiene demasiado tiempo en escena. Es una mutación continua que devalúa lo que antecede y hace impredecible lo que sucede.
La brecha entre quienes conducen el cambio y aquellos que ignoran sus consecuencias es parte de ese mundo líquido (Bauman, Modernidad líquida, 1999), sin asideros ni referencias. Es precisamente en esa brecha donde germinan un conjunto de riesgos que llamaremos líquidos y que hoy no hemos conseguido fórmulas efectivas para mitigarlos dada la dificultad para definirlos y abordarlos.
El reto que tenemos por delante quienes estamos llamados a gerenciar esta nueva clase de riesgos es inmenso, no solo por la intangibilidad de las amenazas y las dinámicas líquidas en las que se desenvuelven, sino en sus capacidades de adaptación al entorno.
Hemos estado habituados a lidiar con amenazas sólidas y tangibles. En la realidad de lo estático las amenazas tenían rostro y se diferenciaban de su entorno, operaban en un marco temporal y espacial definido y en función de sus modos de operación podíamos llegar hasta predecir algunos de sus movimientos. En contraste, en el mundo líquido estas nuevas amenazas tienen la capacidad de aparecer y desvanecerse, se mimetizan con su entorno y atraviesan fronteras temporales y espaciales a través de las redes globalizadas que lo interconectan todo.
El terrorismo global fue quizás la primera amenaza líquida del milenio puesta en evidencia en los hechos del 11 de septiembre de 2001, pero a partir de allí, son múltiples los fenómenos que sorprenden a la humanidad con altísimos costos en vidas, bienes materiales, pérdida de confianza, reputación e institucionalidad.
Podríamos definir a los riesgos líquidos como los riesgos del futuro, aunque ya nos impacten en el presente. En la complejidad de la globalización está el desarrollo tecnológico acelerado de la inteligencia artificial, los avances en la manipulación genética y la explosión de las redes sociales.
Pero también se encuentran riesgos más indefinidos y, por tanto, difíciles de calibrar. Estamos refiriéndonos a los efectos de las posverdades, el liderazgo populista que crece como la espuma y la destrucción de reputaciones en cuestión de horas a través de mensajes viralizados. Todo esto ocurre en la dimensión de lo inmaterial y frente a nuestros ojos, sin que seamos realmente capaces de verlo. Es la sustitución del mundo de los átomos por el mundo de los bits codificados en información y conocimiento, que para el mundo líquido es la expresión máxima del poder.
Estamos hoy en el umbral de un mundo que apenas comenzamos a conocer. Necesitamos entenderlo antes de poder abordar plenamente nuevos métodos para mitigar riesgos, de allí que resulte indispensable crear conciencia de la naturaleza de las nuevas amenazas. En paralelo necesitamos diseñar una seguridad que sea robusta pero flexible, con redundancia en sus procesos críticos, pero a la vez ligera y ágil en su proceder. Son los retos que impone el mundo líquido, en lo que nada dura mucho y la aceleración del cambio borra todo aquello que pretenda erigirse como permanente.
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