La seguridad de los Estados no se limita a la protección del territorio, el respeto al estado de derecho y la garantía de bienestar a su población. Los Estados modernos están en la obligación de asegurarse la energía para mantener sus procesos de vida y sus medios de producción, además de sostener sus proyectos de desarrollo.
Este principio de la seguridad energética que lucía obvio en el manejo de los Estados comienza a mostrar grandes vulnerabilidades en Occidente y ahora parece tarde para responder a la crisis, pues los impactos ya los estamos pagando cientos de millones de personas en Europa y América en el precio de los combustibles. Sin embargo, el problema no es exclusivamente una cuestión de mercados, la energía, hoy como en el pasado ha sido una dimensión adicional a la polarización y el conflicto que vive el planeta y está siendo de nuevo utilizada como un arma más en esta guerra de quinta generación en la que estamos inmersos.
A principios de 2022 con la invasión de Rusia a Ucrania vimos como en cuestión de horas, y producto de las sanciones impuestas a Putin, Europa quedó en una situación en extremo vulnerable, ya que una parte significativa de sus fuentes de energía estaban ahora en manos del enemigo. En simultáneo, el gobierno alemán había decidido progresivamente desincorporar de su parque energético por consideraciones ambientales varias plantas de electricidad basadas en energía atómica, quedando así sin respaldo en caso de emergencia.
En los Estados Unidos, mientras tanto, debido a la pandemia y al incremento en políticas ambientales, varias refinerías ubicadas en las costas del Golfo han sido desactivadas, reduciendo la capacidad de producción de combustibles en un momento crítico para el mercado energético mundial.
En esta dimensión energética de la guerra, una porción muy alta de la producción de petróleo y gas está en países políticamente inestables que no son necesariamente aliados de las democracias del planeta, lo que ha provocado el gran juego geopolítico de recortar, a través del cartel de la OPEP, la producción de petróleo en dos millones de barriles, generando así una nueva presión sobre los precios y con impacto directo en las economías ahora inflacionarias del primer mundo.
Nos aproximamos peligrosamente a la posibilidad de una crisis económica y energética de proporciones inéditas y la vulnerabilidad de las naciones más poderosas del mundo se hace evidente en el alza de los combustibles. Buena parte de los países europeos están pagando hoy hasta diez veces más por la electricidad de lo que se pagaba hace menos de un año y además se ven forzados a racionar el consumo, lo que impacta la producción de bienes y servicios.
La guerra mundial de la energía es la demostración de la ausencia de políticas de seguridad energética. Las naciones de Occidente por mucho tiempo se han vendido a sí mismas la narrativa de las energías verdes como alternativa a los combustibles fósiles, y hoy, en un mundo inestable y desordenado es fácil apreciar que son fuentes insuficientes y poco confiables frente a la incertidumbre.
En estos años han privado criterios económicos y ambientales para las grandes decisiones políticas en torno a la energía, descuidándose el factor de la seguridad energética. Desafortunadamente, las acciones de urgencia que se están tomando tampoco van en la dirección de hacer menos frágiles a los países, al contrario, se intenta cubrir los déficits negociando con las dictaduras instaladas sobre las reservas fósiles en nuevo giro de diplomacia del pragmatismo petrolero.
La guerra de la energía además de ser global y de impactar la seguridad de las naciones, trae consigo un efecto residual de efecto prolongado, ya que las crisis de energía modifican los incentivos y las infraestructuras de producción y usualmente sirven para barajar el orden internacional del poder.
Este reciente sabotaje del gaseoducto Nordstream se enmarca en este conflicto, y si bien no han aparecido responsables directos, sus efectos modifican el futuro de la producción y consumo de los recursos energéticos, usualmente a favor de jugadores más ágiles y arriesgados, que son comunes en esta industria y que terminan capitalizando el caos de la guerra.
La guerra de la energía se pelea desde múltiples bandos y no la controla nadie en particular, se trata de la confrontación de intereses económicos, políticos y estratégicos que se mezclan unos a otros, transformando a los mercados en espacios aun más complejos e impredecibles. Es una nueva manifestación de riesgos líquidos; intangibles, mutantes y de altísimo impacto en la realidad.