El poder de estas nuevas amenazas ya no sólo está en el anonimato. Sus capacidades se han expandido en las mismas proporciones que la tecnología y, además, cuentan con algunas ventajas adicionales como el uso común de criptomonedas para el financiamiento y globalización de sus actividades.
Vemos que en el mismo gran mercado de la complejidad acelerada por la tecnología se abastecen toda clase de amenazas, sin mayores distinciones entre lo que representa un beneficio o un peligro. Esta licuefacción de los límites es, en sí misma, la caracterización del riesgo líquido. Se trata de una realidad construida sobre la adicción al cambio, difícil de definir o contener, pero de efectos devastadores.
En enero de 2018, Google reconoció que en sus algoritmos podían surgir tendencias basadas en las formas de búsqueda. Si bien advirtieron que no pretendían ser árbitros de la verdad, más aún en temas polémicos como el cambio climático, indicaron en ese momento que estaban trabajando para presentar información balanceada. Todo esto surge porque en 2017, luego de la elección de Donald Trump, reapareció el término Filtro de burbuja, acuñado por Elie Pariser en su libro de 2011, The Filter Bubble en el cual se describe cómo los algoritmos de búsqueda se basan en las búsquedas previas del usuario, así como en preferencias que las personas van dejando en su navegación online para crear perfiles y así ir formando, con muchos otros perfiles afines, grandes burbujas de información.
Esta tesis de Pariser ha sido discutida, apoyada o rebatida por expertos y analistas de datos, pero lo cierto es que las burbujas existen y se ha demostrado que polarizan frente a otras, sobre todo en temas políticos. El riesgo líquido no es solo el sesgo en el conocimiento que puede surgir, sino la manipulación a través de información falsa, la explotación de ciertas debilidades asociadas a perfiles determinados con fines de marketing y el control social a través de cierto tipo de información curada para públicos específicos.
Como usualmente ocurre en el mundo líquido, las relaciones de causa-efecto no son lineales y, por tanto, surgen paradojas. En este caso, la aceleración tecnológica ha derribado las fronteras en la conectividad de los individuos borrando las restricciones del espacio-tiempo, pero en simultáneo ha creado burbujas de conocimiento que mantienen a la gente enganchada en sus propios silos informativos y aislada de otras realidades e intereses.
Edgar Morin, en 2015 se refería en su libro Thinking Global a que la necesidad reduccionista de fragmentar el conocimiento para supuestamente entender mejor no conduce a un análisis verdadero, ya que hemos llegado a un punto donde la complejidad está igualmente presente en el fragmento porque no es un problema de escalas.
Entonces, para abordar el mundo líquido y los riesgos inherentes a él, la primera tarea es, según Morin, contextualizar. Las cosas solo tienen sentido si se ven en su contexto; como una palabra en una oración o una acción humana dentro de una cultura humana. Al mirar a los humanos en nuestro mundo, se observa tanto unidad como diversidad, una sorprendente unidad genética, fisiológica y emocional: todos sonreímos y lloramos, experimentamos dolor y alegría, pero esta similitud se traduce en una gran diversidad de culturas y comportamientos.
En el marco del mundo globalizado, Morin propone que “tenemos que reconocer a los demás como diferentes e iguales a nosotros. Si vemos a los demás como completamente diferentes, no podremos entenderlos. Si los vemos como completamente iguales, no podremos ver qué los hace originales y diferentes”.
Una nueva paradoja que da la pista para aproximarnos a los riesgos líquidos a través de referencias más flexibles y desde sus propios contextos, y no aislados de la realidad o con prejuicios de diferenciación o igualdad.
Son tiempos globalizados en los que la complejidad y la aceleración tecnológica ya no tienen escala porque no pueden ser medidos.
*Fragmento del libro Riesgos Líquidos