No es un secreto que con el COVID el delito ha mutado del mundo físico al ciberespacio. Es una conclusión de lo obvio, porque la pandemia ha mantenido a la gente retirada de las calles, que es el espacio natural del delincuente provocando que este busque otros terrenos para el crimen.
Vale aquí una observación, no todos los delincuentes se convertirán en cibercriminales, ni el delito común va a desaparecer, a pesar de que aparezcan nuevas prácticas del crimen. Lo importante es entender que, así como la pandemia aceleró y cambió irreversiblemente las formas de trabajar, hacer las compras o las dinámicas familiares, también modificó los riesgos a los que estamos expuestos, y si no lo asumimos y nos hacemos conscientes de ello, podemos terminar mucho más vulnerables de lo que éramos antes del virus.
Las nuevas posibilidades de la vida online son también nuevas oportunidades para el delincuente, más aún porque en el ciberespacio pudiéramos no tener suficientemente desarrolladas nuestras capacidades para identificar y evitar amenazas.
Todos, de alguna manera hemos aprendido a detectar peligros en la calle y, hasta cierto punto, a esquivarlos. En internet, sin embargo, las cosas no son tan evidentes. Primero, porque las amenazas usualmente se enmascaran haciéndose en apariencia inocuas y segundo, porque las posibilidades infinitas del mundo virtual hacen que el peligro sea anónimo, por lo que resulta muy complicado identificar preventivamente a un potencial agresor.
Hoy, gran parte de nuestras interacciones con quienes nos rodean quedan registradas en los múltiples chats que mantenemos abiertos. Hemos llegado al extremo de nunca borrarlos, pues sirven de repositorio de memoria y bitácora de la vida cotidiana. A través del WhatsApp u otras aplicaciones, cualquiera de nosotros pudiéramos perfilar con precisión quiénes somos, qué tenemos, dónde vamos, con quiénes nos comunicamos y hasta qué emociones experimentamos. Pero, esto no se queda allí, porque esa misma vulnerabilidad la hacemos púbica a través de las redes sociales, dónde una vez colgada en línea, se propaga sin control.
Ya éramos vulnerables en la vida pública de las calles, a pesar de los esfuerzos por crear consciencia situacional, ahora, lo somos aun más en las comunidades virtuales donde habitamos en simultáneo en cada teléfono de quienes nos mantienen 24 x7 activos en sus múltiples chats y redes.
Algunos pensarán que en la virtualidad nos libramos de las agresiones físicas y estamos “protegidos” por el anonimato de las redes. Es posible, pero tampoco es garantía de que no seremos víctimas de robos, extorsiones, daños reputacionales y acoso. Todos, riesgos con consecuencias tangibles y que pueden afectarnos material y emocionalmente.
Otra amenaza que ha quedado aún más expuesta en estos tiempos de pandemia es la violencia doméstica, que además ha venido acompañada del incremento en las agresiones contra personas y propiedades en grandes ciudades del continente, atribuida, en parte, a los prolongados encierros.
En todo caso, el delincuente no descansa y el crimen no se detiene, sólo se adapta ágilmente para sobrevivir cuando las condiciones les son adversas. Es la conducta típica de las especies ante los grandes peligros del entorno.
De alguna manera, los ciudadanos tenemos mucho que aprender de nuestra propia naturaleza humana y entender que aquello que en algún tiempo nos funcionó para vivir más protegidos, hoy quizás haya perdido efectividad y debamos modificarlo. Para la seguridad, lo único permanente son sus valores.